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Tema: HENRY SALT (1851-1939), Autor de Los Derechos de los Animales

  1. #11
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    Finalmente es de agradecer el completo repertorio bibliográfico que cierra Los derechos de los animales considerados..., se trata de una relación de cuarenta y dos obras en lengua inglesa (desde La Fábula de las abejas de Mandeville de 1723 hasta El espíritu de un animal de T. S. Hawkins de 1921) que de un modo u otro abordan la temática planteada por Salt en su libro.

    Las reacciones a semejantes propuestas no se demoraron demasiado; en 1892, el mismo año de publicación del libro que nos ocupa, el filósofo británico José Rickaby, de la Compañía de Jesús, en su obra Filosofía Moral niega de plano, en nombre de las coordenadas fundamentales de la doctrina católica tradicional –no olvidemos las prohibiciones de Pío IX concernientes a las sociedades protectoras de animales y plantas– todo posible ius animalium por constreñido y relativizado que éste mismo pueda ser. En 1895, aparece Derechos Naturales de David G. Ritchie, profesor de filosofía en la Universidad de St. Andrews. Las críticas explícitas con que Ritchie procura dinamitar los cimientos teóricos de la obra de Salt propiciarán una respuesta por parte del «reformador social» titulada «El término derechos», que quedará incorporada en forma de apéndice a la última edición en lengua inglesa (1922) de Los derechos de los animales considerados... publicada todavía en vida de su autor.

    3

    Desde 1999 el opúsculo de Salt puede ser leído en lengua española en gracia a la traducción (a cargo de Carlos Martín y Carmen González) que bajo el título conciso y aséptico de Los derechos de los animales (es decir, purgadas convenientemente las referencias explícitas a la idea de progreso social y moral presentes en el título original inglés{7}) ha puesto en circulación entre los lectores hispanohablantes la editorial Los Libros de la Catarata, en su colección «Clásicos del pensamiento crítico» dirigida por Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann{8}. Jesús Mosterín, presidente como es conocido de la delegación española del Proyecto Gran Simio, aparece como responsable último de la edición .

    Además del texto original propiamente dicho y de la réplica de 1922 a las objeciones de Ritchie, el volumen, incluye una entusiástica introducción del mismo Mosterín a la obra y al personaje y dos significativos apéndices: la Declaración de los Grandes Simios de 1993 (aquí titulada Declaración de los Primates) y un compendio de «direcciones de interés» correspondientes a organizaciones animalistas, frentes de «liberación animal», movimientos anti-taurinos, sociedades protectoras, formaciones ecologistas, conservacionistas y otros grupos de ámbito ibérico dedicados a la lucha por la noble causa de la emancipación brutal{9} a los que el lector convencido por los «argumentos» de la obra puede dirigirse en caso de sentir la vehemente llamada del activismo. Por lo que se ve el máximo responsable del Proyecto Gran Simio en España no ha creído necesario en esta ocasión disociar las labores editoriales de su propia voluntad prosélita y militante.

    Notas

    {1} Para cuestiones bio-bibliográficas en torno al personaje es recomendable leer: Jorge Hendrick, Henry Salt. Humanitarian reformer and man of letters, University of Illinois Press- Hardcover, 1977. También Jesús Mosterín, en su introducción al libro que nos ocupa ofrece útiles datos al respecto.

    {2} «Aquí es donde es preciso distinguir las dos grandes corrientes, más o menos latentes, en las que se diversifican de hecho las escuelas de Bioética: la que pone el objeto práctico último de la Bioética en la vida humana (lo que no excluye el «control de la natalidad» de esa vida) y la que pone el objeto práctico último en la vida en general, en la Biosfera. Llamaremos, respectivamente, a estas dos corrientes, Bioética antrópica y Bioética anantrópica.» Gustavo Bueno, «Hacia una Bioética materialista», en ¿Qué es la Bioética?, Pentalfa, Oviedo 2001, págs 12-13. Más adelante Bueno menciona precisamente, a modo de ejemplos de Bioéticas anantrópicas, planteamientos como los vehiculados en la Declaración Universal de los Derechos de los Animales de 1978 o en la Declaración de los Grandes Simios Antropoideos promovida por el Proyecto Gran Simio en 1993.

    {3} Hasta 1884, Enrique Salt había ejercido de profesor en la reputada escuela de Eton, sin embargo diferencias irreductibles con sus colegas en lo tocante a los hábitos alimenticios –parece que Salt tildaba de «caníbales» al resto de profesores de la escuela– forzaron la dimisión de nuestro humanitario «pensador» y su retiro en el campo, lejos de las perniciosas tentaciones de la civilización. En Tilford, el matrimonio, gozó de una apacible existencia «preindustrial» dedicándose al cultivo de hortalizas (pero no a la ganadería como es obvio, lo contrario hubiese sido esclavismo o asesinato) y atendiendo las numerosas y egregias visitas: Chesterton, Jorge Bernardo Shaw, Ramsay Mac Donald (adalid a la sazón del Partido Laborista) o William Morris (otro «anacoreta» insigne como se sabe). A la luz de todo ello cabría quizás considerar a Salt como un precedente claro de concepciones anti-globalizadoras y contra-culturales, como las mantenidas en nuestros días por Juan Zerzan, sin ir más lejos, pero también como un heredero directo, mutatis mutandis, de Diógenes el Cínico. Claro que también es verdad que desde otro punto de vista vale advertir en nuestro «teólogo» un auténtico «autismo político» por así decir; este diagnóstico podría incluso clarificar en gran medida algunas de las tesis éticas y morales más delirantes sostenidas por el autor de Los derechos de los animales considerados... .

    {4} Así lo hace por ejemplo, Peter Singer, Cfr. Liberación Animal, Trotta, Madrid 1999. Por cierto que sobre Singer y sus planteamientos bioéticos relativos a la eutanasia, la experimentación con embriones o deficientes mentales, el infanticidio como mecanismo de regulación de la natalidad, &c., cae en ocasiones la acusación de eugenesismo, un eugenesismo rayano –según advierten sus críticos más inclementes, como Luc Ferry inter alia– con las líneas maestras del discurso nacional-socialista.

    {5} Demasiado fácilmente claro está.

    {6} Para acusar la medida de la ingenuidad de Salt es conveniente detenerse un momento sobre los espinosos problemas implicados en tan «estériles polémicas» sobre el alcance filosófico del rótulo «derechos humanos» en contraposición a otros colindantes tales como «derechos del ciudadano», «derechos de los pueblos», &c. Problemas por supuesto que Salt arrastra en todo momento tras de sí a pesar de su voluntad de desentenderse de los mismos. Al respecto, cfr. Gustavo Bueno, «Los "derechos humanos"», en El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996, págs. 337- 375.

    {7} Ignoramos las razones que motivaron una tal depuración. En todo caso es obvio que el título que el libro ha recibido en su edición española, desvirtúa de algún modo las «progresistas» intenciones de Salt

    {8} En la misma colección, y junto al alegato saltiano, han venido apareciendo otros títulos cuya mención es del mayor interés: Para la reforma moral e intelectual de Antonio Gramsci, Humanismo y anarquismo de Camilo Berneri, Escritor revolucionarios de Ernesto Che Guevara, Sobre el poder y la vida buena de León Tolstoi, Cristianismo y defensa del indio americano de Bartolomé de las Casas, Más cerca del perverso fin y otros diálogos y ensayos de Hans Jonas, Un sueño de libertad de Martín Luther King, Una ética de la tierra de Aldo Leopold, Tratado sobre la república de Florencia y otros escritos políticos de Girolamo Savonarola. Está anunciada la aparición inminente de Prédicas para desesperados (también de Savonarola) y Feminismo y hombre nuevo de Alejandra Kolontai...

    {9} Reproducimos los nombres de las organizaciones y asociaciones cuyas direcciones y números de teléfono quedan recogidos en el mencionado apéndice: ADDA (Asociación para la Defensa de los Derechos del Animal), ALA (Alternativa para la Liberación Animal), Amnistía Animal, ANDA (Asociación Nacional para la Defensa de los Animales), ARCADYS (Asociación para el Respeto y la Convivencia con los Animales Domésticos y Salvajes), ASANDA (Asociación Andaluza para la Defensa de los Animales), FESPAP (Federación Española de Sociedades Protectoras de Animales y Plantas), MATP (Movimento Anti-Toruadas de Portugal), Nuevas Defensas, Pro-Dignidad Humana, PRO-GAT BARCELONA, ADENA-WWF (Asociación para la Defensa de la Naturaleza- World Widlife Fund), Amigos de la Tierra, DEPANA (Liga para la Defensa del Patrimonio Natural), Ecologistas en Acción Estatal, Greenpeace.
    Última edición por Snickers; 13-jul-2008 a las 17:21
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    Pues este señor desde hoy ya tiene artículo en Wikipedia en español y en Viquipèdia (Wikipedia en catalán), que bien se lo merece (y en más no porque no conozco muchos más idiomas):

    http://es.wikipedia.org/wiki/Henry_Stephens_Salt
    http://ca.wikipedia.org/wiki/Henry_Stephens_Salt
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    http://tiempoanimal.50webs.com/tortura_experimental.htm

    LA TORTURA EXPERIMENTAL

    Por Henry S. Salt (1851-1939)

    Grande es el cambio cuando pasamos de la indiferencia ligera, irreflexiva, del cazador deportivo o el sombrerero a la actitud más determinada y deliberadamente elegida del científico. Tan grande en rigor que muchos –incluso entre los más arduos defensores de los derechos de los animales- consideran imposible seguir esas diferentes líneas de actuación hasta una y la misma fuente. Y sin embargo puede demostrarse, creo, que en este caso, y en los que ya hemos examinado, la causa primordial de la injusticia del hombre para con los animales inferiores es la creencia de que éstos son meros autómatas, desprovistos de espíritu, carácter e individualidad. Lo único que ocurre es que, mientras el deportista ignorante expresa este desdén por medio de la matanza y el sombrerero lo hace mediante la toca, el fisiólogo, con una mentalidad más seria, lleva adelante su obra en la “tortura experimental” del laboratorio. La diferencia reside en el temperamento de unos y otros hombres, y en el estilo propio de cada profesión. Pero, en su negación de los más elementales derechos de las razas inferiores, se inspiran y se mueven instigados por un común prejuicio.

    El método analítico empleado por la ciencia moderna tiende en última instancia, en manos de sus exponentes más ilustrados, al reconocimiento de una estrecha relación entre la humanidad y los animales. Pero, al mismo tiempo, ha ejercido un efecto sumamente siniestro en el estudio del jus animalium entre la masa de los hombres medios. ¡Considérese el trato del llamado naturalista con los animales cuya observación ha convertido en su dedicación! En noventa y nueve casos de cien es incapaz de apreciar la calidad distintiva esencial, la individualidad del objeto de sus investigaciones, y se convierte en nada más que en un satisfecho acumulador de datos, un industrioso diseccionador de cadáveres. “Creo que el requisito más importante en la descripción de un animal –dice Thoreau- es asegurarse de que se transmite su carácter y su espíritu, porque en ello se tiene, sin lugar a error, la suma y el efecto de todas sus partes conocidas y desconocidas. No cabe duda de que la parte más importante de un animal es su ánima, su espíritu vital, en la que se basa su carácter y todas las particularidades por las que más nos interesa. Sin embargo, la mayor parte de los libros científicos que tratan de los animales dejan esto totalmente de lado, y lo que describen son, por así decirlo, fenómenos de materia muerta.”

    Todo el sistema de nuestra “historia natural”, tal como se practica en el presente, se basa en este método deplorablemente parcial y equívoco. ¿Se ha posado un ave rara en nuestras costas? Inmediatamente le da muerte algún emprendedor coleccionista, y con orgullo lo entrega al taxidermista más cercano, para que pueda “preservarse”, entre toda una serie de otros cadáveres rellenos, en el “museo” local. Es un deprimente asunto, en el mejor de los casos, esta ciencia de la pieza de caza y el escalpelo, pero está de acuerdo con la tendencia materialista de una determinada escuela de pensamiento, y sólo unos pocos de quienes la profesan escapan a ella, y se sitúan por encima de ella para llegar a una comprensión más madura y clarividente. “El niño –dice Michelet- se entretiene, rompa las cosas y las destruye; encuentra su felicidad en deshacer. Y la ciencia, en su infancia, hace lo mismo. No es capaz de estudiar a menos que mate. El único uso que hace de una mente viva es, en primer lugar, diseccionarla. Nadie lleva a la indagación científica esa tierna reverencia por la vida que la naturaleza premia desvelándonos sus misterios.”

    En estas circunstancias, escasamente puede asombrarnos que los modernos científicos, sedienta la mente de más y más oportunidades para satisfacer su curiosidad analítica, deseen recurrir a la tortura experimental a la que eufemísticamente se presenta como “vivisección”. Están cogidos y se ven impulsados por una irresistible pasión de conocimiento y, como maleable objeto para la satisfacción de esta pasión, encuentran ante ellos a la indefensa raza de los animales, en parte salvajes, en parte domesticados, pero por igual considerados por la generalidad humana incapaces de tener “derechos”. Están acostumbrados, en su práctica (pese al ostensible rechazo de la teoría cartesiana), a tratar a estos animales como autómatas: cosas hechas para ser matadas, diseccionadas, catalogadas, para el avance del conocimiento. Son además, en su condición profesional, descendientes lineales de una clase de hombres que, por bondadosos y considerados que fuesen en otros aspectos, nunca tuvieron escrúpulos para subordinar los más vivos impulsos humanitarios al menor de los supuestos intereses de la ciencia. (1) Dadas estas condiciones, pareciera inevitable que el fisiólogo vivisecciones, así como el señor rural cace. La tortura experimental es tan apropiada para el estudio del hombre semiilustrado como la actividad cinegética lo es para la diversión del imbécil.

    Pero el hecho de que la vivisección no sea, como algunos de sus oponentes parecen considerar, un fenómeno siniestro e irresponsable, sino la lógica consecuencia de un determinado hábito mental desequilibrado, no le resta en modo alguno nada de su odioso carácter. Está de más emplear un solo minuto en defender los derechos de los animales inferiores si no se incluye entre ellos el derecho a estar, totalmente y sin excepción, a salvo de las terribles torturas de la vivisección: del destino de ser lenta y despiadadamente desmembrados, o desollados, o asados vivos, o infectados con algún virus mortal, o sometidos a cualquiera de las numerosas formas de tortura infligidas por la científica inquisición. Respaldemos, sobres este tema crucial, las palabras de miss Cobbe: “el mínimo de todos los derechos posibles es sencillamente que se les ahorre el peor de todos los posibles males, y si un caballo o un perro no tienen derecho a que se les libre de que se los haga enloquecer o se los despedace, al modo en que lo han hecho Pasteur y Chaveau, es entonces imposible que tengan derecho alguno, ni que ningún daño que se les inflija , por gente de alcurnia o sencilla, pueda merecer castigo”.

    Es necesario manifestarse, de manera enérgica e inequívoca, a este respecto, ya que, como he dicho, algunos de los “amigos de los animales” muestran una disposición a transigir con la vivisección, como si la alegada “utilidad” de sus prácticas, o los “concienzudos motivos de quienes la practican, la pusieran en un plano totalmente distinto al de otras clases de inhumanidad. “Muy en contra de mis propios sentimientos –escribe uno de estos apóstatas (2)- veo una justificación para la vivisección en el caso de animales dañinos y de animales que son rivales del hombre en la obtención de alimento. Si se considera que debe darse muerte a un animal por otras razones, el vivisector puede intervenir llegado el momento, comprarlo, matarlo a su manera, y adquirir, sin tener nada que reprocharse, el conocimiento que su sacrificio pueda reportarle. Y mi teoría de que “la vida es dulce” permitiría asimismo que se crearan animales especialmente para la vivisección, allí y sólo allí donde no se habrían criado de otro modo.” Este sorprendente argumento, que da pos supuesta la necesidad de la vivisección traiciona por completo, como podrá observarse, la causa de los derechos de los animales.

    La afirmación que por lo común hacen los apologistas de la científica inquisición, según la cual se justifica la vivisección por su utilidad –por considerarla, de hecho, indispensable para el avance del conocimiento y la civilización (3)- se funda en una visión a medias de la situación. El científico, como ya he señalado es un hombre semiculto. Supongamos (lo que sin duda es mucho suponer, ya que está en contradicción con la mayoría de los testimonios médicos de gran peso) que los experimentos del vivisector contribuyan al progreso de la ciencia quirúrgica. ¿Y qué? Antes de sacar la conclusión precipitada de que la vivisección es justificable por esa razón, un hombre sabio tomará plenamente en consideración el otro lado de la cuestión: el lado moral, la monstruosa injusticia de torturar a un animal inocente y el terrible daño que se inflige al sentido humanitario de la comunidad.

    El científico sabio y el sabio humanista son idénticos. Una ciencia verdadera no puede ignorar el hecho sólido e incontrovertible de que la practica de la vivisección repugna a la conciencia humana, incluso entre los miembros ordinarios de una sociedad no sensible en exceso. La llamada “ciencia” (por desgracia nos vemos obligados, en el habla común, a utilizar la palabra en este sentido técnico especializado) que deliberadamente pasa por alto este hecho, y que limita su visión a los aspectos materiales del problema, no es en absoluto una ciencia, sino una afirmación unilateral de las opiniones que hallan favor en una particular clase de hombres.
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    Nada que sea aborrecible, repugnante, intolerable a los instintos generales de la humanidad, es necesario. Es mil veces preferible que la ciencia renuncie a la cuestionable ventaja de ciertos descubrimientos problemáticos, o que los posponga, a que se atente incuestionablemente contra la conciencia moral de la comunidad creando confusión entre el bien y el mal. El atajo no siempre es el recto camino, y perpetrar una cruel injusticia contra los animales inferiores y tratar luego de excusarla sobre la base de que beneficiará a la posteridad, es un argumento tan inadecuado como inmoral. Puede que sea ingenioso (en el sentido de engañar al que no sabe), pero no es con certeza científico en ningún sentido verdadero.

    Si hay un punto luminoso, un oasis refrescante en la discusión de este tema triste y monótono, es la humorística reaparición de la trillada falacia de que “es mejor para los propios animales”. Sí, incluso aquí, en el laboratorio del vivisector, en medio de las cocciones y los aferramientos, nos encontramos con algo que nos es familiar: el orgulloso alegato de una leal consideración por el interés de los animales que sufren. ¡Quién sabe si algún benéfico experimentalista, cono sólo que le permitieran cortar en pedazos a un número suficiente de víctimas, no descubriría un potente remedio para todos los males que aquejan a los animales y a la humanidad! ¡Qué duda cabe de que, las propias víctimas, si pudieran llegar a darse cuenta del noble objeto que se persigue con su martirio, rivalizarían entre sí para acercarse lo más rápidamente al escalpelo! Lo único que nos maravilla es que, siendo tan meritoria la causa, no se haya presentado todavía ningún voluntario humano para morir a manos del vivisector. (4)

    Se admite plenamente que los experimentos hechos sobre seres humanos resultarían mucho más valiosos y concluyentes que los realizados sobre animales. Sin embargo, los científicos suelen rechazar todo deseo de resucitar tales prácticas, y niegan indignados los rumores, que corren de vez en cuando, de que en los hospitales se somete a los pacientes más pobres a semejante curiosidad anatómica. Es de observar, así pues, que, en el caso de los seres humanos, los científicos admiten como cosa natural el aspecto moral de la vivisección, mientras que en el caso de los animales no se le concede peso alguno. ¿Cómo puede explicarse esta extraña incoherencia, salvo dando por supuesto que los hombres tienen derechos y los animales no tienen ninguno, o –dicho de otra manera- que los animales son meras cosas, carentes de finalidad, y a las que no es de aplicación la justicia y la indulgencia de la comunidad?

    Uno de los rasgos más llamativos y ominosos de las apologías que se ofrecen de la vivisección es la aseveración, tan común entre los autores científicos, de que “no es peor” que otras instituciones, podemos estar totalmente seguros de que sus argumentos son en verdad muy poco convincentes: son como alguien que se está ahogando y se aferra al último residuo de argumentación. Quienes abogan por la tortura experimental se ven reducidos al recurso de hacer hincapié en las crueldades del carnicero y del ganadero, e inquieren por qué, si se permite desnucar y castrar a los animales, no ha de permitirse también la vivisección (5).

    La caza es también una práctica que ha provocado en gran medida la susceptibilidad del vivisector. En la Fortnightly Review define un autor la caza deportiva como “el amor por la destrucción inteligente de las cosas vivas”, y ha calculado que anualmente los cazadores deportistas ingleses destrozan a tres millones de animales, “además de aquellos a los que matan directamente” (6).

    Ahora bien, si los ataques contra la vivisección procedieran principal o únicamente de los apologistas del cazador y el matarife, cabría considerar que este tu quoque del científico es una respuesta sagaz, aunque bastante ligera. Pero cuando se acusa a toda crueldad de inhumana e injustificable, una evasiva como ésta no tiene ya ninguna relevancia ni pertinencia. Admitamos, sin embargo, en contraste con la infantil brutalidad del cazador, la indudable seriedad y escrupulosidad del vivisector (pues no pongo en tela de juicio que actúa por motivos concienzudamente considerados) puede anotarse en su beneficio. Pero hemos de recordar, por otra parte, que el hombre concienzudo, cuando se equívoca, resulta mucho más peligroso para la sociedad que el granuja o el idiota. En rigor, el horror especial de la vivisección consiste precisamente en que no se debe a mera inconsciencia e ignorancia, sino que representa una usurpación deliberada, declarada, a conciencia, del principio mismo de los derechos de los animales.

    Ya he dicho que es ocioso especular acerca de cuál es la peor forma de crueldad para con los animales, pues en este tema, más que en ningún otro, debemos “rechazar la pertinencia del cuidadoso cálculo del más o el menos”. La vivisección, si algo hay de verdad en el principio que vengo defendiendo, no es la raíz de la barbarie y la injusticia, sino lo más florido de ellas, su consumación: el non plus ultra de la iniquidad del trato del hombre con las razas inferiores. La raíz del mal reside, como he venido afirmando continuamente, en ese detestable supuesto (tan detestable cuando se baza en razones pseudoreligiosas como en razones pseudocientíficas) de que hay un abismo, una barrera infranqueable, que separa al hombre de los animales, y que los instintos morales de la compasión, la justicia y el amor deben ser diligentemente reprimidos y frustrados en una dirección, a la vez que se fomentan y extienden en la otra.

    Por esta razón, nuestra cruzada contra la científica inquisición, para que sea completa y tenga éxito, ha de fundamentarse sobre la roca de la oposición coherente a la crueldad en todas sus formas y fases. No tiene sentido denunciar la vivisección como fuente de toda inhumanidad y, mientras se exige su supresión inmediata, suponer que otras cuestiones menores pueden posponerse indefinidamente. Es cierto que la emancipación real de las razas inferiores, como la de la raza humana, sólo puede producirse paso a paso, y que es natural y político que se ataque en primer lugar aquello que más repugna a la conciencia pública. No estoy despreciando la sensatez de concentrar los esfuerzos sobre un punto en particular, pero quiero advertir a mis lectores contra la tendencia harto común de olvidar el principio general que subyace en cada una de estas protestas.

    El espíritu con el que abordemos estas cuestiones debería ser liberal y perspicaz. Quienes trabajan para abolir la vivisección, o cualquier otro mal en particular, deberán hacerlo con el declarado propósito de tomar una de las plazas fuertes de enemigo, no porque crean que con ello habrá concluido la guerra, sino porque podrán hacer uso de la posición así ganada como un ventajoso punto de partida para un progreso todavía mayor.



    Notas:

    (1) La vivisección es un antiguo uso que se practicó durante 2.000 años o más en Egipto, en Italia y en otros muchos sitios. Galeno menciona que la vivisección humana estuvo de moda durante siglos antes de su época, y Celso nos informa de que “se procuraban criminales sacados de las prisiones y, diseccionándolos en vida, contemplaban, mientras aún respiraban, lo que la naturaleza había ocultado hasta entonces”. También los brujos de la Edad Media torturaban a seres humanos y animales con el fin de descubrir sus elixires medicinales. El reconocimiento de los derechos humanos ha convertido actualmente la vivisección humana en acto criminal, y la indagación científica de nuestro tiempo sólo cuenta con los animales para hacer de ellos sus víctimas. En nuestro país, la ley de 1876 ha restringido por fortuna, aunque no en grado suficiente, los poderes del vivisector.

    (2) The Rights o fan Animals, por E.B. Nicholson, 1879.

    (3) El argumento medico de la “utilidad” se ha mantenido siempre in terrorent sobre la poco científica reivindicación de los derechos de los animales. En el siglo tercero citaba Porfirio las siguientes palabras de Claudio Napolitano, autor de un tratado contra la abstinencia de alimento de origen animal: “¡A cuántos se impediría la curación de sus enfermedades si se abstuvieran de ingerir animales! Pues vemos que los ciegos recobran la visión comiendo carne de víbora”. ¡Algunos de los resultados que los científicos “ven” hoy en día quizá resulten igual de extraños a la posteridad!

    (4) Es cierto, no obstante, que Lord Aberdare, en su calidad de presidente de la última reunión anual de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales, advirtiendo a la sociedad contra el comienzo de una cruzada contra la vivisección, expresó, la observación, deliciosamente cómica, de que él mismo había sufrido tres operaciones y le habían servido para mejorar mucho.

    (5) Véase el artículo de J. Cotter Morrison sobre “Scientific versus Bucolic Vivisection”, Fortnightly Review, 1885.

    (6) Profesor Jevons, Fortnightly Review, 1876.

    *Extraído del libro Los derechos de los animales de Henry S. Salt, Ediciones Los libros de la Catarata.
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    Me apetece recuperarlo

    http://www.vegetarianismo.net/servegeta/salt.htm

    Henry Stephens Salt



    Henry S. Salt (1851–1939) fue un influyente escritor inglés, vegetariano y gran defensor de los Derechos Animales.

    Muchos de sus argumentos en defensa del vegetarianismo y de los animales siguen vigentes hoy.
    Dos libros que para nosotros tienen más interés son A Plea for Vegetarianism (1886) y Animal Rights: Considered in Relation Social Progress (La traducción de este libro al castellano: Los derechos de los animales, ed. Los Libros de la Catarata, Madrid 1999. ISBN: 84-8319-046-X).
    La influencia que dejó Salt con sus libros es bien conocida. Un buen ejemplo es la que recibio Mahatma Gandhi, quien gracias al libro A Plea for Vegetarianism fundamentó el vegetarianismo, inculcado por su madre, como un verdadero deber moral del ser humano hacia los demás animales. Gandhi también conocio a Thoreau y su postura sobre la desobediencia civil a través de los libros de Henry S. Salt.
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